15 de diciembre de 2011

El trámite tardó 10 años, pero logró declarar patrimonio visual a sus terrenos olvidados, y hasta él mismo había olvidado el motivo.
Al llegar a su campo, desplegó su pantalla holográfica, para hacer el reclamo, pero se encontró con una obsoleta línea telefónica para reclamar. Sus implantes retinianos, de los cuales no renegó sólo para controlar el espacio visual de su hogar, le revelaron allá en lo que él llamaba “islita” de árboles sobre el trigo, un cono rojo como la sangre.
En lugar de acceder al vínculo desde su casa, comenzó a caminar hacia él, incrédulo de tantas broncas e indignación.
En la islita, accedió al vínculo y personalizó la vista a la altura de sus ojos. Sólo se mencionaba la especie del árbol.
Agarró una barra de hierro oxidado que hacía de guía a uno de los árboles plantados, y de bronca le pegó a la tierra, al tronco, y luego, desacostumbrado, atravesó el cono varias veces, sintiendo que su brazo resbalaba sobre la nada.
Durante la tarde, hizo una línea de cortafuego, y a la noche incendió el árbol. Eso es resplandor, pensó, comparando el rojo del cono, que ya no se distinguía por el del fuego.

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