22 de octubre de 2009

Sentía dolor y era la primera vez que lo tenía así, que el dolor así la tenía. Un dolor tan fuerte en sus sentimientos, que podía usarse la palabra dolor. El estómago parecía abrochado y estirado; y en el pecho, el peso de un yunque, imaginándose a sí misma boca arriba para describir su propio dolor, aunque la verdad, era: posición fetal, con los dedos doblándose en el intento de penetrar el colchón, y su boca buscando sosiego imposible, apretando la punta de la almohada.
Sentía ganas de volver al dolor normal; al dolor supuesto, al conocido. Y como le resultaba imposible, rogaba que el techo la aplastara directamente… o algo mil veces más pesado y definitivo que el techo, al que no miraba.
Como de repente, se aplaca y no vivencia el que su mano llega hasta la mesita de luz, agarra el control, aprieta un botón. Oscurece el rosa con el azul del tubo. Si bien la tonalidad de la habitación es fría, los cálidos estallan en la pantalla con violetas, rosas, rojos, amarillos. Reconoce en la pantalla al acolchado de enormes rombos blancos y rosas, y ve a una niña feliz. Muy parecida a ella, aunque sabe que no es ella. Alguien la representa. Alguien que bien podría ser ella.
Experimenta de a poco la sensación de volver a vivenciar la realidad, y sus rasgos marcados por la amargura y el dolor que al principio describíamos, no el normal, se posan en un punto intermedio. Los músculos de su cara se relajan. Ahora la sensación parece experimentarla a ella. Ceden. Se sienta en la cama, ablandándose el bloque que era su cuerpo, aunque ella sienta la fuerza de mantenerse sentada. Relaja; suelta un poco más; sostiene y se levanta. Se queda, apaga la TV y sigue. Sale de la habitación, escuchando los comentarios sobre su calma y aunque la voz es una, hay dos personas afuera, pero no sabe quién lo dice.

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