15 de junio de 2011

¡Ah, no, che!


Anoche no podía dormir. No es la primera vez que siento como un chispazo de electricidad en la cabeza que me hace saltar de la cama; es como si hubiera un tipo jodido agazapado en algún lugar de la casa que solo existe para esperar a que mi cabeza se desconecte, para pasarme un cable pelado y enchufado por la cien.
Cuando eso pasa, me toco la cabeza, como si encontrara el relieve de la piel chamuscada. No, no hay nada. Es una maldición que vive conmigo, o más bien, dentro de mí. Y siento que adentro de la cabeza tengo un músculo cansado, acalambrado.
Supongo que me pasa, porque elijo el momento de ir a dormir para juzgarme y sentenciarme por mil cosas. Por pensar en cómo hubieran sido las cosas y cómo serán ahora. Solo o acompañado, soy así a la hora de dormir.
También, simpáticamente me animo a decir, destruyo mi historia y construyo otra, suponiendo que retomo mi vida a partir de tal edad, y teniendo conocimiento de mi futuro, creo grandes paradojas temporales. Y voy tomando nota mental de ideas que debería escribir, y que sé que al otro día olvidaré. Me la creo por un rato, digamos.
Hay cosas lindas en la oscuridad de la cama. Pero creo que, tratándose de mí, la mayoría de mis pensamientos no van por buen camino.
Empecé escribiendo esto para contar una particularidad dentro de esas horas de oscuridad y sin dormir, pero creo que con esta introducción, ya no hay mucho lugar para lo otro. En una cabeza así, sólo hay lugar para chispazos.

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